Lejos queda el tiempo en
el que Aristóteles creara la filosofía de la ciencia y el método científico,
para eludir la explicación meramente mitológica de la realidad de su tiempo. Pero
no fue hasta el Renacimiento, cuando la explosión del afán por el conocimiento,
cobró carta de naturaleza. Fue entonces, cuando se sentaron las bases del
positivismo científico y del empirismo. Fue el Renacimiento la era de Leonardo
da Vinci, Galileo y del mayor científico que haya conocido la Historia de la
ciencia, Isaac Newton. Hay que recordar que los grandes descubrimientos fruto
de los avances científicos y tecnológicos de la época, dieron su fruto con el
hallazgo del Nuevo Mundo por parte de los conquistadores españoles, al tiempo
que abrieron la mente y el afán por alcanzar nuevas fronteras.
El
problema vino después, cuando bajo la Ilustración en el marco de la Revolución
Francesa no se quiso conocer, sino elevar el culto de la razón, asociado a la
luz y al progreso del espíritu humano y a las teorías racionalistas, a rango de
carácter divino. La Catedral de Notre Deme de París fue el lugar elegido para
entronizar a la diosa razón, en honor de la destrucción del fanatismo
religioso. En 1973, se celebró en la capital francesa el Festival de la diosa
razón, con el propósito de abolir la religión católica. Sin embargo, fueron los
defensores de la destrucción del fanatismo religioso, los que cometieron el
primer genocidio de la era moderna, cuando tras la ejecución del Rey Luis XVI
la región campesina de la Vendée se alzó contra la Revolución. Se estima que
unas 200.000 personas, por defender a su Rey y a su religión fueron asesinadas
en la Vendée, y que las víctimas totales del proceso revolucionario ascendieron
a unas 400.000 víctimas mortales.
El
verdadero siglo de oro de la ciencia llegaría más tarde, en la segunda mitad
del siglo XIX, en el que se acumularían los grandes nombres ilustres, como Darwin,
Luis Pasteur o Marie Curie. Fueron precisamente los padres de la ciencia
contemporánea, quienes determinaron que quizá el ser humano estaba condenado
por su propia limitación, ya que las matemáticas, herramienta fundamental de la
ciencia, no dejaban de ser sino un mero lenguaje, quizá insuficiente para
desentrañar las leyes de la naturaleza en su conjunto, haciendo realidad la
frase de Kierkegaard; “los límites del conocimiento, son los límites del
lenguaje”. Pero, por si fuera poco, en
1927 Heisenberg publicó su "Principio de incertidumbre", que
sentenciaba que la física era incapaz de determinar la posición exacta de un
electrón dentro de un núcleo atómico en un momento dado, y que tal posición
sólo podía ser conocida por una aproximación de corte estadística dentro de una
probabilidad.
El principio de incertidumbre, rompía así el
endiosamiento ilustrado de la razón, y bajaba el listón del saber científico a
la mera humildad de intenciones.
Sin embargo, desde el Siglo XX, todas estas
consideraciones han sido dejadas de lado, para entrar en el terreno del
conflicto, entiéndase la diatriba entre ciencia y fe, o cientifismo frente a
cualquier otra consideración, creando problemas donde no debería haberlos,
aunque, afortunadamente, tales diferencias se van limando, debido precisamente
a los avances científicos que se solapan, hoy más que nunca, con las creencias
religiosas. Los avances en la mecánica cuántica, permiten que la superposición
de partículas provoque que dos fotones o átomos puedan estar en dos lugares a
la vez, o moverse en dos direcciones diferentes al mismo tiempo, o que sea
posible teletransportar una partícula de fotones dentro de un espacio físico.
Sin poner en duda que el conocimiento científico y
tecnológico es del todo necesario para el avance de la humanidad, sí sería, por
el contrario, necesario eliminar la tensión y el conflicto entre un positivismo
científico ortodoxo y una posición de crítica o rechazo de la modernidad,
porque son debates que se salen de la órbita del camino correcto del pensamiento
científico. La ciencia es atemporal, y no está sujeta a los dictados de ninguna
corriente concreta, o moda filosófica, de modo que no le corresponde a la
modernidad el derecho a identificarse con la ciencia y mucho menos apropiarse de
ella, en beneficio de un conflicto contra épocas pasadas caracterizadas por una
religiosidad acérrima, que tampoco tienen su fiel reflejo en la realidad. Así
las cosas, Gregor Mendel, el padre de la genética, fue un monje austríaco, Luca
Pacioli un fraile franciscano, matemático, que creó la contabilidad por partida
doble, Georges Lemaître el sacerdote descubridor de la teoría del Big Bang, o Nicolás
Copérnico, uno de los padres de la astronomía moderna, también fue religioso,
concretamente, canónigo del cabildo de Frombork.
Para concluir esta breve exposición y, a fin de continuar
con la argumentación, es necesario recalcar que no puede elevarse y aplicarse
el dogmatismo del positivismo científico a toda la realidad y, mucho menos, al
campo de las ciencias sociales. Dicho estudio puede ser abordado, nutrido y
enriquecido desde el campo de la estadística, econometría, neurociencia,
biología o psicología, pero tales contribuciones son, simplemente, aportaciones
de un conocimiento objetivo que no puede reducir y acotar el campo filosófico,
psicológico o sociológico. De lo contrario, debería poder afirmarse que el
análisis de la Economía, el estudio científico del Derecho o todo el campo
abonado al comportamiento humano es ciencia en estado puro, similar a las
matemáticas que describen el desplazamiento de un cuerpo en el espacio.
Popper,
corriente hoy en rigor, sostenía que la ciencia era un producto cuyo fin era
resolver problemas a través del método de ensayo y error. Dentro de dicho
método, proponía que no había que dar demasiada importancia a los aciertos, pues
escapaba a las posibilidades humanas conocer como son las cosas, y que había
que descartar definitivamente los fallos, porque a través de saber cómo las
cosas no son, era posible acercarse a lo que se buscaba. Para Popper, las posibilidades
de la ciencia no estaban en la construcción del conocimiento, sino en su
control crítico.
En
palabras escritas por Tasia Aránguez, “Gadamer,
principal exponente de la filosofía hermenéutica, considera que el método
científico se ha impuesto imparable desde las revoluciones científicas e industriales,
difundiendo un determinado modo de acceder a la verdad que presenta una
pretensión de univocidad. Confieso que siento cierta incomodidad ante la
reduccionista denominación de “ciencias sociales y jurídicas” debido al sesgo
hacia las metodologías científicas que dicho nombre presupone en el análisis de
las materias abordadas. Las verdades del arte o de la historia han quedado
relegadas al plano de lo subjetivo, de lo incierto. Las ciencias sociales están
aquejadas de dicha vorágine cientificista. Sin embargo, encuentran problemas
para la aplicación de esquemas hipotético-deductivos tales como la mutabilidad
de su objeto o que el sujeto observador forma parte de la realidad observada. A
las ciencias sociales les interesan cuestiones como el dilema
subjetividad-objetividad, el peso de lo ideológico, la ética o la apertura del
lenguaje, que requieren ir más allá del método científico. Gadamer sostiene, frente a las
críticas de la Escuela de Frankfurt contra su teoría, que su tesis de que en
todo acto de comprensión existe una tradición que nos condiciona, no supone una
posición conservadora contraria a la emancipación humana. Lo que Gadamer
pretende es recordar la importancia de la historia y de las circunstancias
sociales sobre el fenómeno de la comprensión y también reivindicar la
importancia del “caso concreto” en el conocimiento. El conocimiento no se
produce mediante la abstracción racional de un sujeto ideal, sino que el
conocimiento es algo que se produce en la vida real de las personas reales”.
Sirvan, como colofón las palabras de Carlos A. Marmelada, a modo de síntesis:
“El cientificismo es aquel horizonte
intelectual que pretende hacer pasar por conclusiones de la ciencia
experimental elementos propios de una filosofía materialista. El cientificismo
es, pues, una manipulación ideológica de la ciencia por parte del materialismo,
que es siempre una doctrina filosófica y no una conclusión extraíble de los
métodos de investigación científica.
Hablando de esta manipulación
científica, Mariano Artigas ha declarado que: "Si un científico utiliza su
ciencia arbitrariamente en función de sus preferencias ideológicas, además de
faltar a la honradez, es responsable de engañar a su público en temas que
tienen una notable importancia vital".