martes, 14 de junio de 2022

Edicto Siglo XXI: Prohibido tener hijos


“En el siglo XXI hay un exceso de población que obliga a los gobiernos mundiales a promulgar un edicto en el cual se prohíbe la concepción de hijos durante los próximos años, y así evitar la destrucción del planeta Tierra. Una pareja decide de manera clandestina concebir un hijo desafiando a la ley y, en consecuencia, poniendo sus vidas en peligro”. Filmaffinity.  

El Festival de Cine Fantástico de Sitges, galardonó a la actriz Geraldine Chaplin por su interpretación en una película en absoluto distópica, ni utópica, sino profética en el tiempo, a pesar de haber sido rodada en 1972. Si la Agenda 2030 pudiera parecer algo de nuestro tiempo, es porque no se han tenido los elementos descriptivos de la obra dirigida por Michael Campus suficientemente en cuenta, como el hecho de no poder comer carne real, la aparición del aborto como una práctica cotidiana, la prohibición de tener hijos en un mundo superpoblado por parte de un Consejo mundial; la existencia de especies extinguidas fruto de un colapso industrial, provocado por la ceguera de los líderes mundiales y sus políticas cuyo resultado no es otro que la exhibición en un museo de la civilización humana anterior a la entrada en vigor de las medidas permisivas con un mundo supuestamente feliz; donde la maternidad es sustituida por robots infantiles, la medicina es telemática, se otorgan premios en concepto de espacio vital para poder vivir con mayor comodidad o existe la posibilidad de tener acceso a un mayor consumo de oxígeno, frete a la obligación de usar máscaras por una calle contaminada. El retrato de una sociedad controlada y vigilada, aventura que el guion de la película en nada se sale de la diatriba del cambio climático, desastres añadidos alertados por instancias mundialistas como el Club de Roma, o la adopción de las medidas que la nueva normalidad o el pronóstico de la citada agenda anuncian para la próxima década.

 

 

domingo, 12 de junio de 2022

Big Data

 

   La obtención de datos mediante sistemas tradicionales, como puedan ser las encuestas, no sólo suponen un método lento y laborioso de extraer información, sino que además están sujetos a un alto porcentaje de error. Mentir en una encuesta es algo insalvable de impedir. Por el contrario, y a medida que el mundo tecnológico permite realizar desde los actos más complejos a los sencillos y cotidianos hábitos diarios, el registro de todo tipo de información basado en dicha práctica, permite que millones de datos sean almacenados de manera indiscriminada. Nada, a priori, parecería contrariar el hecho en sí de tal suceso, condicionado a la reserva de datos. La cuestión cambia por completo, cuando a dicha base logarítmica aplicamos modelos econométricos. Analizar la renta personal de la población en función de los hábitos de consumo, permite afinar aún más una campaña publicitaria exitosa, dirigida a un público determinado. La moda, las tendencias políticas, los parámetros de ocio o destinos turísticos pueden ser y, de hecho son, variables sujetas a ser conocidas y analizadas, y a convertirse en objeto de potencial manipulación por parte de quien esté en posesión de dicho análisis y manejo de información, ya sea para beneficio de las corporaciones o la inteligencia artificial puesta al servicio de determinados centros de poder.

miércoles, 8 de junio de 2022

Trifinio

La llave de contacto deshizo el silencio, roto por el rugido del motor que llamaba a la partida hacia un destino incierto. Las puertas se cerraron tras el ímpetu y el esfuerzo colmado en la búsqueda de una nueva página en blanco en la vida de una persona que ahora conducía en plena noche, alumbrado por las últimas farolas del pueblo y adentrándose en la oscura carretera hacia un nuevo lugar. Las curvas y revueltas de la serpenteante unión con lo desconocido, subían y bajaban trechos montañosos antes de ascender hasta el punto culminante ante el que caía la ladera que anidaba un pequeño pueblo, iluminado en la distancia por diminutos puntos y sembrado a sendos lados del horizonte por una negra espesura rota por el despertar del sol naciente, rojo y redondo, cuya luz rasgaba el cielo y daba vida mítica a las nubes. Un pequeño desvío, por un pedregoso camino a orillas de un río casi testimonial y escoltado, acompasado a su paso por esbeltos árboles, conducía a una fábrica a simple vista ruinosa y vieja. Sólo la música del radiocasete cortaba la impresión de la huida del tiempo a otra época anterior. Sensación que cobró realidad al cerrar de golpe seco la puerta del automóvil y acercarse, mochila al hombro, al portón que, aunque cerrado, daba acceso al interior. Tras llamar a la puerta con insistencia en repetidas ocasiones, no obtuvo respuesta alguna. El desierto como ausencia de alma alrededor y la estampa de la fábrica, solitaria en la vereda semejaban el mismo espíritu, ese que palpitaba de nerviosismo ante la espera puesta a su fin por el chirriar de la gigantesca puerta.                                

El sol resplandecía en lo alto e iluminaba un espléndido día, otorgándole un colorido vivo que alegraba el lento caminar. Atrás quedaba la última aldea que había servido de dechado descanso. La búsqueda de un maestro inició un largo viaje que comenzó tras aquella salida forzosa. Quizá un panegírico discurso lo hubiera liberado de un esfuerzo por contenerse, pero ahora, su conciencia se gustaba de la decisión tomada. No obstante el hecho de no encontrarse en una diatriba cuya aspiración única parecía el erigirse en sofí de naifes, mercancía de sí mismo en un mercado en el que por ser, no se era más que un instrumento en manos de cualquier ser despreciable, lo empujaba hacia un lugar lejano en el que todavía se podía ser uno mismo aún en compañía de los demás. Un otero daba cobijo, decían, a un maestro que te guiaba a él. Sus fuentes no eran muy socorridas que digamos, y mucho menos la información que había podido recopilar para documentarse sobre qué rumbo tomar. En un manuscrito de un viejo filósofo, antes de que estos fueran castigados por el silencio, pudo leer el nombre de un trifinio. Allí vivía un sabio que conocía el retiro de los condenados al silencio que habían decidido vivir en lógica conjunción consigo mismos.


La hora

 

A medida que su viaje avanzaba en el recuerdo del pasado, cada vez más lejano, se diluía trayendo remotos haces del ayer sin sentimientos vividos, sino más bien la conciencia de lo aprendido y la consecuencia de lo pensado. No hay égloga capaz de describir aquellas escenas cargadas de noches estrelladas, temperaturas de una primavera perpetua, cantos al diálogo entre ciudadanos y sueños níveos. Pero pronto la realidad volvió a su habitual curso y el camino se abrió paso entre las abruptas montañas. Las ideas amenazaban el caminar lento y cansino, hecho que detenía mágicamente el tiempo. Una brillante jornada se había consumido y la noche se cernía sobre el viajero acompañada de un frío cierzo. Montado el campamento improvisado en el que pasar la noche y disfrutando de una merecida taza caliente de caldo, un ruido sigiloso retumbó detrás de una roca apenas visible por la oscuridad nocturna. Sin darle mayor importancia, habría continuado disfrutando de su sustento hasta que un estruendo de voces hizo acto de presencia derribando cuanto encontraba a su paso acompasado de un griterío, violencia y robo. No quedó resto alguno de lo que anteriormente era su bagaje, su hogar, sus pertenencias. Su integridad física no corrió peligro alguno pues el destino había decidido así, sin más, reducirlo a una mera presencia en el mundo de los vivos. Alzó la vista y no vio más que oscuridad, sentía que una montaña se alzaba delante de él y que el frío o la falta de enseres era la única realidad que no echaba de menos, luego no estaba viviendo un sueño. El agotamiento lo derribó y durmió, soñando con un desierto en el que aparecía una figura remota. Una hurí caminaba lentamente hacia él, cogiéndole de la mano para acompañarlo a un lugar que no adivinó a precisar, pues la luz del día impedía continuar en las manos de Morfeo por más tiempo. La consciencia tras el despertar se confundía todavía con la ensoñación y el errante de sí mismo tardó un tiempo en recuperar su recto raciocinio, hasta que la desoladora realidad entró por sus cinco sentidos. Por qué subió la montaña no tiene ninguna explicación, fue un acto reflejo. Quizá le animó la curiosidad de ver que había al otro lado, pues no era muy elevada que digamos, y ya llevaba un buen tramo ascendido. Cuando hubo alcanzado la cima, oteó un inmenso desierto que se extendía ante sus ojos. No daba crédito a su visión. Creería estar en el sueño nocturno, de no ser el deseo de estarlo lo que lo impedía. La brisa acariciaba su rostro, la luminosidad del sol cegaba su visión cada vez más y sus pies andaban solos hacia el interior de un desierto tan grande como el más grande de los océanos. Ninguna reflexión racional cabía en una situación similar. El impulso de un sueño conducía los designios de una vida hacia su destino incierto. Las huellas de las pisadas quedaban marcadas en la arena, el sudor bañaba el cuerpo que se iba doblando por el cansancio. El horizonte no acababa nunca. En la progresiva pérdida de conciencia que se avecinaba, un haz de iluminación mental restalló en su interior. Se preguntaba el porqué de su vida, el porqué de sus decisiones que aun a sabiendas de ir por el camino correcto lo conducían hacia a un desierto, sin nada, con la vida a cuestas y en peligro de perderlo todo. En la elección de qué hacer mientras el barco caminaba a su fin, se podía tomar la actitud de obrar con maldad manifiesta, odio, violencia, ira, rencor y barbarie. El porqué de esta posibilidad, su existencia y la práctica de la misma planteaba una pregunta que quizá superase en incomprensión al porqué de la muerte. Pero en cualquier caso, la mente aún lúcida de un ser humano al borde del abismo, la desechó. La razón de por qué vivir una situación así tenía que tener alguna o ninguna explicación, pero rebelarse contra los demás por el miedo al propio destino era algo que nunca podría haber elegido. La extenuación lo agotó y derribó en el suelo. El sol era implacable y sintió que ya no podía pensar más, que se iba. Se hizo sin cuerpo y contempló la llama del amor que lo devolvió a su cuerpo, pues su hora no había llegado.

 

 


Félix

 

   El gran naturalista, no sólo es y debe ser reconocido en su labor televisiva, que a día de hoy constituye el legado más internacional del género español de la serie dedicada al conocimiento de la naturaleza, sino que Félix Rodríguez de la Fuente destacó por su trabajo radiofónico como divulgador y comunicador. No sólo fueron los animales el campo de su interés y estudio, sino la propia vida humana. Para ello, pasaba temporadas enteras al cuidado de la convivencia con pueblos vivos y, todavía, anclados en el pasado más remoto y original de la humanidad. Se dispuso a conocer cuál era la concepción del origen humano que tenían, tras sus diatribas con los diferentes chamanes, las diferentes tribus que visitó y con las que compartió un periodo más o menos largo de convivencia. Todos aquellos pueblos, fósiles vivientes que sirven como cordón umbilical de nuestro tiempo más ancestral con el tiempo presente, relataban sin pestañear que la humanidad proviene del mar, en consonancia con la que parece la hipótesis más aceptada en el campo científico. Para rebatir a quienes afirman que el origen está precisamente en las estrellas, Félix contrastaba la opinión referida no sólo mostrando su desacuerdo, sino resaltando que la vida misma de la humanidad en la Tierra está ligada precisamente a ésta de manera o de forma intrínseca e inseparable, de modo que la vida humana le pertenece al planeta como cualquier otra especie animal o vegetal.