La
llave de contacto deshizo el silencio, roto por el rugido del motor que llamaba
a la partida hacia un destino incierto. Las puertas se cerraron tras el ímpetu
y el esfuerzo colmado en la búsqueda de una nueva página en blanco en la vida
de una persona que ahora conducía en plena noche, alumbrado por las últimas
farolas del pueblo y adentrándose en la oscura carretera hacia un nuevo lugar.
Las curvas y revueltas de la serpenteante unión con lo desconocido, subían y
bajaban trechos montañosos antes de ascender hasta el punto culminante ante el
que caía la ladera que anidaba un pequeño pueblo, iluminado en la distancia por
diminutos puntos y sembrado a sendos lados del horizonte por una negra espesura
rota por el despertar del sol naciente, rojo y redondo, cuya luz rasgaba el
cielo y daba vida mítica a las nubes. Un pequeño desvío, por un pedregoso
camino a orillas de un río casi testimonial y escoltado, acompasado a su paso
por esbeltos árboles, conducía a una fábrica a simple vista ruinosa y vieja.
Sólo la música del radiocasete cortaba la impresión de la huida del tiempo a
otra época anterior. Sensación que cobró realidad al cerrar de golpe seco la
puerta del automóvil y acercarse, mochila al hombro, al portón que, aunque
cerrado, daba acceso al interior. Tras llamar a la puerta con insistencia en
repetidas ocasiones, no obtuvo respuesta alguna. El desierto como ausencia de
alma alrededor y la estampa de la fábrica, solitaria en la vereda semejaban el
mismo espíritu, ese que palpitaba de nerviosismo ante la espera puesta a su fin
por el chirriar de la gigantesca puerta.
El
sol resplandecía en lo alto e iluminaba un espléndido día, otorgándole un
colorido vivo que alegraba el lento caminar. Atrás quedaba la última aldea que
había servido de dechado descanso. La búsqueda de un maestro inició un largo
viaje que comenzó tras aquella salida forzosa. Quizá un panegírico discurso lo
hubiera liberado de un esfuerzo por contenerse, pero ahora, su conciencia se
gustaba de la decisión tomada. No obstante el hecho de no encontrarse en una
diatriba cuya aspiración única parecía el erigirse en sofí de naifes, mercancía
de sí mismo en un mercado en el que por ser, no se era más que un instrumento
en manos de cualquier ser despreciable, lo empujaba hacia un lugar lejano en el
que todavía se podía ser uno mismo aún en compañía de los demás. Un otero daba
cobijo, decían, a un maestro que te guiaba a él. Sus fuentes no eran muy
socorridas que digamos, y mucho menos la información que había podido recopilar
para documentarse sobre qué rumbo tomar. En un manuscrito de un viejo filósofo,
antes de que estos fueran castigados por el silencio, pudo leer el nombre de un
trifinio. Allí vivía un sabio que conocía el retiro de los condenados al
silencio que habían decidido vivir en lógica conjunción consigo mismos.
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