En cuevas naturales, labradas tras millones de años,
nuestros ancestros vivían en grupos reducidos, habitando un espacio que
albergaba varios de aquellos asentamientos. Los ríos, o la cercanía del mar,
procuraban el agua necesaria y el alimento que, junto a la recolección y la
caza, constituían la fuente necesaria para sustentarse. El grupo vivía de forma
permanente, a lo largo de toda la vida del individuo, renovándose únicamente
por la sucesión de nacimientos y muertes. Dormía, comía, cazaba o afilaba los
cantos en una unión perfecta. La vejez o la enfermedad, no constituían un
problema añadido a la vida social. Los niños se educaban en comunidad, y los
ancianos vivían en compañía de la comunidad.
El paso del tiempo trajo la civilización que, a costa de
traer un cambio notable, no supuso en la mayor parte de los asentamientos
humanos un modo de vida radicalmente distinto al ancestral. Los pequeños
pueblos, compuestos por familias numerosas, vivían en pleno contacto con la
naturaleza, sirviendo de continuidad a los primigenios grupos sociales. En esas
pequeñas aldeas, se compartía el nacimiento de un recién llegado, o se agrupaba
el pueblo congregado entorno a quien estaba a punto de expirar. La ancianidad
vivía atendida por la familia, y los niños jugaban entre las labores de los
adultos.
Sin embargo, la actual civilización, ha roto los viejos
esquemas para convertir a la sociedad en un núcleo de individuos aislados,
desarraigados, que viven en entornos variables, permanentemente cambiantes, en
los que la naturaleza queda lejos de las transitadas urbes y los horarios
interminables sólo permiten engordar los beneficios de las organizaciones a
cambio de un cierto nivel de ocio, y donde los niños ingresan con escasos meses
en guarderías, los ancianos viven y mueren solos o el duelo se vive en la
soledad de quien contempla la pérdida de un ser querido, permitiendo la
aparición de la despersonalización que conlleva la falta del grupo, la familia
y el contacto con la naturaleza.
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