“El
Huevo de Colón”, ha sido definido por La Real Academia
Española como una “cosa que aparenta
tener mucha dificultad pero resulta ser fácil al conocer su artificio”.
En el imaginario ha quedado la cáscara anclada sobre la
mesa y la mano extendida de Cristóbal Colón, señalando su inmanencia. No sería
hasta entrado el Siglo XVI, cuando la Corona española iba a dar al mundo un
nuevo hito, no sólo a su Historia, sino a la Humanidad, al resolver la diatriba
sobre la posible circunnavegación del globo terráqueo. No fue la imaginación de
Julio Verne, al escribir y publicar en 1872 la obra que llevaría a Phileas Fogg
a demostrar que era del todo posible dar la vuelta al mundo debido al adelanto
tecnológico del momento, la que se adelantaría a la realidad de los hechos.
Nadie hasta entonces, había recorrido la distancia que bordeaba el mundo
conocido. España y Portugal, como hegemones del orbe, se disputaban el primer
puesto sobre el control de las rutas orientales, bajo el auspicio del Tratado
de Tordesillas de 1494, por el que el Papado había establecido las
delimitaciones para la navegación de ambas Coronas.
En la convección de los dos vectores, la línea divisoria
del tiempo se difuminó para crear un puente que imposibilitó evitar el avance
de toda proyección hacia el futuro, a pesar de cualquier estado aparente de
cambio. El tiempo quiso, que fuera toda una escuadra española, bajo la Corte de
Carlos I de España y V de Alemania, la que pusiera fin a la disputa en juego.
El 8 septiembre de 1522, los barcos españoles regresaron a puerto, tras haber
bordeado el hoy denominado Estrecho de Magallanes, culminando el cruce entre
dos mundos, entre dos puertas que jalonan las Columnas de Hércules,
simbolizadas por el Plus Ultra de la cristiandad, tras completar, por primera
vez, la vuelta al mundo con la simple ayuda del viento y el soplo de la gracia
divina, tras tres años de travesía y el regreso de una tripulación más que
diezmada.
La travesía de los Océanos, el Atlántico y el Pacífico,
llegando hasta Filipinas y, de allí, hasta Cabo Verde para regresar de nuevo a
Sevilla, confirmaba la visión de la redondez de la Tierra de los filósofos
griegos, y de Eratóstenes en particular, al haber éste incluso estimado la
dimensión de su circunferencia.
Habían sido los Reyes Católicos, el matrimonio formado
por Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, cuyo reinado abarcó el
periodo comprendido entre 1475 y 1516, quienes habían sentado las bases del
Nuevo Mundo. Tras haber culminado la unión política y religiosa de la Península
con la Conquista de Granada en 1492, el 12 de octubre del mismo año la Corona
extendió sus dominios, protagonizando una gesta sin precedentes con el
Descubrimiento de América, un continente entero, abierto a su paso en busca de
las rutas orientales.
Cuando las sillerías de muchos de los coros de la
diversidad de templos repartidos por la geografía se tallaron en madera, España
era apenas un Reino por conquistar. Apenas unos años después, América y algunos
enclaves de África eran del dominio de una Corona que se había extendido sin
apenas límite. Fernando el Católico, se consideraba a sí mismo heredero de
Carlomagno, cuyas fronteras se situaron en el interior de la Península Ibérica.
El viejo devenir castellano de ultramar, había comenzado la expansión de su
ámbito político, religioso y económico.
Felipe II, heredaría el legado de su padre Carlos I y de
los Reyes Católicos. Las gestas marítimas del pasado abrirían las puertas del
presente. El Imperio que nació del océano, y que había visto nacer su lengua en
la cuna de San Millán de la Cogolla, se extendía ahora por el mundo, culminando
una empresa que no sólo albergaría innumerables obras en la propia Península,
sino que extendía su legado en innumerables ciudades levantadas en el Nuevo
Mundo, declaradas hoy Patrimonio de la Humanidad. España, a diferencia del
resto de potencias europeas, levantó Universidades y templos, al tiempo que
extendió sus provincias a lo largo y ancho de su basto dominio territorial.
Desde El Escorial, a lo largo del sistema montañoso convertido en uno de los
bastiones que más cultura alberga de toda Europa, y que culmina la línea que
recorre la Sierra de Guadarrama desde el Monasterio de San Antonio, en La
Cabrera, el Imperio español no veía ponerse el Sol.
La edad de oro de los descubrimientos del Imperio
Británico, iconizada en la figura de James Cook, tuvo lugar siglos después de
las primeras gestas españolas, que no sólo se limitaron a realizar labores de
conquista para la Corona española, sino que dieron al mundo las primeras
expediciones científicas, que culminarían en La Gran Expedición de Malaspina,
entre los años 1789 y 1795, o que darían como resultado otros descubrimientos de
primera magnitud, como el de la Antártida por el navegante Gabriel de Castilla.
La aportación indiscutible a la catalogación de especies, tanto animales como
vegetales, el estudio sistematizado de la botánica, y la incorporación de los
nuevos descubrimientos a la medicina, se unieron al reconocimiento de los
nuevos territorios y al desarrollo de la cartografía.
Fueron Empresas que dejaron su impronta en el Real Jardín
Botánico de Madrid, lugar de reposo de las muestras de las expediciones, o en
el Museo Naval, que alberga el primer mapa que recoge el continente americano.
Finisterre, el occidente del Imperio Romano, al que Roma
había atribuido el fin del mundo, era ahora un punto geográfico del pasado,
gracias a la Corona española y a la valía de quienes entregaron su vida en
sacrificio por una causa eterna, o tuvieron la suerte de salvarla para ser
partícipes de la Historia. El Nuevo Mundo, estaba ahora intercomunicado a
través de las rutas marítimas que abrirían sus puertas al comercio y al intercambio
entre culturas, adelantándose en el tiempo quinientos años al mundo
interconectado de hoy, sin emplear otra tecnología que la rudimentaria técnica
de navegación marítima, y adelantando al mismo tiempo el espíritu de la futura
exploración espacial. La sonda Magallanes, en actividad durante el periodo
comprendido entre 1989 y 1994, realizó labores de exploración, portando su
nombre en honor del capitán portugués que dirigió la aventura y que fue
llevada, tras su muerte durante la travesía, a buen puerto por el español Juan
Sebastián Elcano.
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