Si ejercer de autónomo en España constituye una actividad de alto riesgo, no ocurre así en el resto de países de nuestro entorno. En Portugal o Italia no se paga cuota de autónomo, en Francia depende del nivel de ingresos y en Inglaterra la cuota asciende a unos cincuenta euros, completamente alejados de los casi trescientos que pagan los españoles, sin sumar la traba impuesta por el tedio de la asfixia de permisos o licencias del entramado burocrático, las inspecciones o el peso legislativo que recae sobre cualquier actividad económica. A ello, hay que añadir la presión fiscal, cuya función no es recaudatoria sino expropiatoria, que convierte al Estado en un auténtico ladrón sostenido gracias al cuerpo de funcionarios colocados a dedo para beneficio de los intereses de los partidos políticos y sindicatos, cuyo gasto público lastra la economía y su potencial desarrollo.
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