Si España necesita de forma obligada
la emisión de deuda, tanto para sufragar el pago de la deuda externa, como para
hacer frente a los gastos de consumo interno, y dicha deuda termina en manos de
los acreedores, que no son otros que los bancos y, éstos a su vez, controlan
los préstamos concedidos a los principales partidos políticos, evidentemente es
el poder financiero, y no otro, quien gobierna en última instancia el país, a
costa de quien de forma legítima represente los intereses de la mayoría y, por
responsabilidad, el conjunto formado por el resto de la sociedad. La cuestión,
sin embargo, continúa acelerando su ascensión en la pirámide del poder, cuando
nos encontramos con el hecho de que los bancos que compran deuda, son en
realidad filiales de entidades financieras de corte internacional, cuyas
familias ostentan los principales cargos de responsabilidad en las entidades
supranacionales que perfilan la política fiscal y monetaria que, en la práctica
y en realidad, se aplican en todos los países. Si a ello añadimos el curso
legal de las principales fuentes de riqueza, en un flujo continuo de
inversiones a nivel planetario, obtenemos como resultado el hecho mismo de que
las políticas nacionales, en su práctica funcional, no son sino la proyección
de un engranaje que escapa a su entero control.
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