“Al ser incapaz de hacer que la gente sea más razonable, he preferido ser feliz lejos de ellos”. Voltaire.
Dentro de la mitificación de cuantos
acontecimientos han transcurrido a lo largo de la historia, es moneda corriente
del pensamiento contemporáneo ver el más remoto pasado como la insignia de un
mundo libre y alejado de prejuicios, motor del pensamiento racional y
originariamente democrático, como el ser helénico, o enteramente constructor del
mundo ordenado, sirva de ejemplo el romano, o impulsor del espíritu, al albor del
cosmos oriental, o la elevación del alma por medio de la expresión artística o meramente
pragmática, al más puro estilo renacentista. Toda esa elevación a las cumbres
de la imaginación, se acerca o se aleja de la realidad histórica, a medida que
la distancia se rompe por medio del análisis desasido de las emociones e
impulsos sostenidos. También se vende que dicho pasado evolutivo, se eleva por
encima de la irracionalidad, el oscurantismo, los prejuicios, los dogmas o las
supersticiones. Lo cierto, es que a medida que la cristiandad va ahogando sus
pasos en los últimos estertores de lo que fue, ya consumado su quehacer civilizatorio,
su impronta dejada en el testimonio mudo de las piedras que erigen catedrales
en honor a su credo, la sociedad contemporánea es un sinsentido de mezcolanza
varia de doctrinas y seudoteorías esotéricas, más o menos puras, adulteradas,
impuras o simplemente elaboradas, mezcladas y falsas, no exentas precisamente
de creencias fabulosas, mágicas, supuestamente transcendentales, supersticiosas
por naturaleza, adivinatorias o simplemente inasumibles.
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