“También los primeros cristianos
sabían muy bien que el mundo estaba gobernado por demonios, y que quien se
dedica a la política, es decir, con el poder y la violencia como medio, entra
en un pacto con poderes diabólicos, y que por sus acciones no es cierto que sólo
el bien pueda provenir del bien y sólo el mal del mal, pero a menudo sea todo
lo contrario. Cualquiera que no vea esto es, de hecho, un niño en la política”.
El Manifiesto Nacional Bolchevique. Karl Otto Paetel.
Hobbes
describió el estado de naturaleza como el estadio previo a la civilización. Un
estado de naturaleza salvaje, en el que la ley del más fuerte imperaba sobre
cualquier otro principio.
Si
atendemos a los pueblos de la antigüedad, encontramos en ellos una sociedad
fuertemente estratificada, en cuya base estaban quienes no tenían nada, frente
al dominio de una auténtica minoría social. En todas las culturas antiguas
existía una materialización de deidades y, en algún extraño caso como el
referido a Akhenatón, tan solo una, generalmente vinculada con la iluminación y
plasmada bajo la simbología solar, en contraposición a entidades de corte
oscuro, como la serpiente, a las que se ofrendaba en no pocas ocasiones con el
sacrificio humano.
Fue
Kierkegaard quien diferenció entre una fase estética, ética o teológica. El
eslabón más bajo de la condición humana, según el filósofo, no es sino la
existencia de lo inmediato o lo puramente instintivo, en contraposición al
estadio superior como es el teológico.
Si
atendemos a los pueblos que conformaron la humanidad en su periodo anterior al
nacimiento de la civilización, encontramos a aquellos en su vertiente de
connatural simbiosis con el estado de convivencia con la naturaleza en su
estricto sentido físico, al margen de una fase puramente estética y con tintes
de una incipiente manifestación de comprensión metafísica, rota por el progreso
que sumió a la estirpe humana en el devenir del poder, el dominio y la
violencia como manifestación de su ejercicio.
Fue
el cristianismo el encargado de romper aquella dirección y situar en el centro
teológico, alejado de la estética, una clara ruptura con el estado de
naturaleza salvaje, cuyo efecto supuso la elevación de cualquier miembro de la
sociedad a la condición propia de la dignidad humana, desvinculada de la
adoración de sus ídolos, y convertida en su conjunto en la manifestación de la
expresión de la doctrina social como elemento esencialmente civilizador.
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