Si bien para
algunos los acontecimientos ocurridos en 1789 constituyen la esencia de la
libertad misma, al grito de «Libertad, igualdad, fraternidad o muerte», lo
cierto es que el primer genocidio de la era moderna se cometió bajo la
Revolución Francesa en la Vendée, región campesina de Francia, a cuyo resguardo
los campesinos vandeanos combatieron frente a los revolucionarios en defensa de
las costumbres católicas, tradicionales, y monárquicas.
Frente a la lucha de parte del pueblo en defensa del
viejo orden absolutista, en la Asamblea Nacional se debatían a suertes el
destino revolucionario dos grupos burgueses, los girondinos y los jacobinos, a
tenor de constituir las fuerzas moderadas o exaltadas de las nuevas ideas. Andado
el proceso revolucionario, el segmento más revolucionario, los sans-culottes,
en unión de los jacobinos, protagonizaron el periodo de terror bajo el dictado
de su política, la guillotina.
Sin olvidar que fueron las familias de banqueros más
influyentes, como la casa Rothschild, quienes financiaron la Revolución
Francesa, y que la masonería ejerció una clara influencia en tales
acontecimientos, el nuevo orden proyectado en el Estado y la sociedad, estaba condenado
a sufrir los avatares de los cambios que no cristalizarían a corto plazo, tras
el restablecimiento del viejo orden tras la caída napoleónica, pero sí a medio
y largo plazo, hasta llegar a nuestros días.
Días,
en los que la conformación de los actuales parlamentos constituye el fiel
reflejo de aquellos meses de disputa revolucionaria, esto es, un pueblo llano
sin representación parlamentaria, a semejanza del campesinado vandeano, y unas
fuerzas liberales más o menos moderadas o radicales en sus convicciones, sometidas
al yugo de quienes las financian para defender sus intereses, amparadas por una
atadura del poder judicial, iniciada por la administración napoleónica con la
creación del Ministerio Fiscal para controlar a los jueces, y una prensa
amordazada inquisitorialmente y tendenciosa al estilo de Marat.
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