En
Estagira, ciudad de la Antigua Grecia, situada en plena península Calcídica y a
escasa distancia de Olympiada, la filosofía clásica alumbró a la otrora figura
insigne de la cima de su pensamiento. El que fuera tutor de Alejandro Magno,
Aristóteles, impuso su criterio no sólo al mundo helénico, sino a la
confrontación del mundo occidental frente a todo lo demás. Occidente le debe no
sólo el hecho de ser la piedra angular, junto a Platón, de la historia
intelectual de cuanto alumbraría la posteridad, sino de influir tanto la
filosofía universal, a la que pertenece por derecho propio, como de ser el
artífice de la propia construcción del acerbo cristiano que forjaría más tarde
la unidad de Europa. Fernando el Católico, casi dos milenos después de
Aristóteles, se definiría a sí mismo como heredero del Imperio alejandrino en
las inmediaciones de la conquista de un nuevo mundo en ultramar. Tal fue la
influencia aristotélica, que desde el siglo IV a.C. hasta el desarrollo de la escolástica,
el neoplatonismo como el regreso a la fuente misma, fue la principal escuela
filosófica en el mundo occidental, dejando a su paso el legado del epicureísmo,
el escepticismo y eclecticismo.
En
su conjunto el siglo IV es interpretado por los estudiosos como un período de
transición entre la Grecia clásica y los reinos helenísticos, sumido en un
proceso de transformación, en el que Esparta toma el relevo a Atenas y la
democracia griega se tambalea en el juego de poder entre las oligarquías de la
época.
La
literatura helénica, desde el teatro de Sófocles hasta la Ilíada y la Odisea de
Homero, se caracteriza por educar en la prevención del pecado de hybris;
“Para la mentalidad griega clásica el
peor pecado que podía cometer el ser humano era el pecado de hybris, un pecado
consistente en un inflamiento del ego -y el consiguiente orgullo espiritual
desmedido- que conduce al individuo a desafiar el poder de los dioses
atrayendo, sobre sí de ese modo la inevitable venganza (némesis) de estos en
forma de un destino trágico”.
Epicuro
había tratado la ida de justicia, definiéndola como la venganza del hombre
social, frente a la justicia violenta del hombre salvaje.
En
este contexto de interpretación de la moral y la justicia, la obra de Aristóteles, Ética a Nicómaco, aparece como la exposición fundamental de su síntesis de pensamiento, el planteamiento de la
cuestión de la moral, entendida ésta como el bien y, a su vez, como expresión
del fin último de las cosas. Recordemos que, para Platón, la belleza estaba inextricablemente
unida a la idea de verdad y bondad. En la ética, Aristóteles se circunscribe a
la consecución de la felicidad humana, entendida en su devenir por la
separación del mundo animal o vegetal, y residente en la vida contemplativa o
teorética, superior a la mera consecución de placeres. Según el filósofo
griego, dicha forma de vida teorética constituye una manifestación del reflejo
de la divinidad en el ser humano, llegando así a la virtud, que divide en dos
clases, intelectuales y morales, caracterizando la virtud en el carácter del
término medio. Plutarco ya había arriesgado el atisbo de la presencia divina al
afirmar que “las vestiduras de Isis son
abigarradas para representar el cosmos, la de Osiris es blanca y simboliza la
Luz Inteligible que hay más allá del cosmos”. Al igual que Platón; “tú que eres joven y te crees olvidado de
los dioses, sabe que si te vuelves peor te reunirás con las almas inferiores, y
que si te haces mejor te reunirás con las superiores, y que en la sucesión de
vidas y muertes te tocará padecer lo que te corresponda a manos de tus iguales.
Ésta es la justicia del cielo”.
Sin
embargo, será Aristóteles el que sembrará las semillas del pensamiento cristiano,
presente en la figura de Santo Tomás, “los
que han sido llamados a la acción, se equivocarían si pensasen que están
dispensados de la vida contemplativa. Ambas tareas van unidas íntimamente. De
esta manera, esas dos vidas, lejos de excluirse, se implican mutuamente,
comportando los mismos medios y ayudas y se completan mutuamente. La acción,
para ser productiva, tiene necesidad de la vida contemplativa. Esta, cuando
alcanza un determinado grado de intensidad, esparce sobre aquella algo de lo
que le sobra”, y más concretamente en San Agustín; “la vida del hombre individual está dominada por una alternativa
fundamental, vivir según la carne o vivir según el espíritu. La misma
alternativa domina la historia de la humanidad. Esta está constituida por la
lucha de dos ciudades o reinos; el reino de la carne y el reino del espíritu,
la ciudad terrena, o ciudad del diablo, que es la sociedad de los impíos, y la
ciudad celestial o ciudad de Dios, que es la comunidad de los justos. Ningún
período de la historia, ninguna institución es dominada exclusivamente por una
u otra de las dos ciudades. Dependen sólo de lo que cada individuo decide ser.
El amor a sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, engendra la ciudad
terrena; el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí, engendra la ciudad
celestial. Aquella aspira a la gloria del hombre; ésta por encima de todo, a la
gloria de Dios. Los ciudadanos de la ciudad terrena están dominados por una
necia ambición de dominio que los induce a subyugar a los demás; los ciudadanos
de la ciudad celestial se ofrecen uno a otro con espíritu de caridad y respetan
dócilmente los deberes de la disciplina social. Ninguna contraseña exterior
distingue las dos ciudades. Sólo preguntándose a sí mismo podrá cada uno
averiguar a cuál de las ciudades pertenece”.
Andando
el tiempo, Europa será a la postre el puntal del contrapunto en lo que a ética
se refiere, entre Aristóteles y Kant. El filósofo argentino, Alberto Buela, en
referencia a la crítica a Kant, no de forma autógrafa, sino en referencia de
Franz Brentano, lleva a cabo el necesario rescate del filósofo prusiano
determinado en recuperar el pensamiento aristotélico frente a los prejuicios de
los a priori kantianos, cuya existencia supone un atentado de atribución de
error del idealismo alemán, bajo la determinada iluminación debida a la
consideración de la certeza como verdad interior y subjetiva, es decir, de la
interioridad de la conciencia. Pero no sólo es atribuible el gran mérito a
Buela de poner sobre la mesa a Brentano, sino de rescatar del olvido frente a
la corrección política al autor del “El hombre y el Estado”, Jacques Maritain,
filósofo francés de corte neotomista, cuyo pensamiento rechaza tanto el capitalismo
liberal, como el comunismo, tratando de llegar a un Estado laico, pero de
inspiración y raíz cristiana, en el que el individuo primado en su origen de un
principio de libertad, debe ser partícipe de esa sociedad de inspiración y raíz
cristiana, convirtiéndose así en el exponente precursor de la democracia
cristiana.
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