sábado, 7 de diciembre de 2024

Ética

 

En Estagira, ciudad de la Antigua Grecia, situada en plena península Calcídica y a escasa distancia de Olympiada, la filosofía clásica alumbró a la otrora figura insigne de la cima de su pensamiento. El que fuera tutor de Alejandro Magno, Aristóteles, impuso su criterio no sólo al mundo helénico, sino a la confrontación del mundo occidental frente a todo lo demás. Occidente le debe no sólo el hecho de ser la piedra angular, junto a Platón, de la historia intelectual de cuanto alumbraría la posteridad, sino de influir tanto la filosofía universal, a la que pertenece por derecho propio, como de ser el artífice de la propia construcción del acerbo cristiano que forjaría más tarde la unidad de Europa. Fernando el Católico, casi dos milenos después de Aristóteles, se definiría a sí mismo como heredero del Imperio alejandrino en las inmediaciones de la conquista de un nuevo mundo en ultramar. Tal fue la influencia aristotélica, que desde el siglo IV a.C. hasta el desarrollo de la escolástica, el neoplatonismo como el regreso a la fuente misma, fue la principal escuela filosófica en el mundo occidental, dejando a su paso el legado del epicureísmo, el escepticismo y eclecticismo.

En su conjunto el siglo IV es interpretado por los estudiosos como un período de transición entre la Grecia clásica y los reinos helenísticos, sumido en un proceso de transformación, en el que Esparta toma el relevo a Atenas y la democracia griega se tambalea en el juego de poder entre las oligarquías de la época.

La literatura helénica, desde el teatro de Sófocles hasta la Ilíada y la Odisea de Homero, se caracteriza por educar en la prevención del pecado de hybris;

“Para la mentalidad griega clásica el peor pecado que podía cometer el ser humano era el pecado de hybris, un pecado consistente en un inflamiento del ego -y el consiguiente orgullo espiritual desmedido- que conduce al individuo a desafiar el poder de los dioses atrayendo, sobre sí de ese modo la inevitable venganza (némesis) de estos en forma de un destino trágico”.

Epicuro había tratado la ida de justicia, definiéndola como la venganza del hombre social, frente a la justicia violenta del hombre salvaje.

En este contexto de interpretación de la moral y la justicia, la obra de Aristóteles, Ética a Nicómaco, aparece como la exposición fundamental de su síntesis de pensamiento, el planteamiento de la cuestión de la moral, entendida ésta como el bien y, a su vez, como expresión del fin último de las cosas. Recordemos que, para Platón, la belleza estaba inextricablemente unida a la idea de verdad y bondad. En la ética, Aristóteles se circunscribe a la consecución de la felicidad humana, entendida en su devenir por la separación del mundo animal o vegetal, y residente en la vida contemplativa o teorética, superior a la mera consecución de placeres. Según el filósofo griego, dicha forma de vida teorética constituye una manifestación del reflejo de la divinidad en el ser humano, llegando así a la virtud, que divide en dos clases, intelectuales y morales, caracterizando la virtud en el carácter del término medio. Plutarco ya había arriesgado el atisbo de la presencia divina al afirmar que “las vestiduras de Isis son abigarradas para representar el cosmos, la de Osiris es blanca y simboliza la Luz Inteligible que hay más allá del cosmos”. Al igual que Platón; “tú que eres joven y te crees olvidado de los dioses, sabe que si te vuelves peor te reunirás con las almas inferiores, y que si te haces mejor te reunirás con las superiores, y que en la sucesión de vidas y muertes te tocará padecer lo que te corresponda a manos de tus iguales. Ésta es la justicia del cielo”.

Sin embargo, será Aristóteles el que sembrará las semillas del pensamiento cristiano, presente en la figura de Santo Tomás, “los que han sido llamados a la acción, se equivocarían si pensasen que están dispensados de la vida contemplativa. Ambas tareas van unidas íntimamente. De esta manera, esas dos vidas, lejos de excluirse, se implican mutuamente, comportando los mismos medios y ayudas y se completan mutuamente. La acción, para ser productiva, tiene necesidad de la vida contemplativa. Esta, cuando alcanza un determinado grado de intensidad, esparce sobre aquella algo de lo que le sobra”, y más concretamente en San Agustín; “la vida del hombre individual está dominada por una alternativa fundamental, vivir según la carne o vivir según el espíritu. La misma alternativa domina la historia de la humanidad. Esta está constituida por la lucha de dos ciudades o reinos; el reino de la carne y el reino del espíritu, la ciudad terrena, o ciudad del diablo, que es la sociedad de los impíos, y la ciudad celestial o ciudad de Dios, que es la comunidad de los justos. Ningún período de la historia, ninguna institución es dominada exclusivamente por una u otra de las dos ciudades. Dependen sólo de lo que cada individuo decide ser. El amor a sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, engendra la ciudad terrena; el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí, engendra la ciudad celestial. Aquella aspira a la gloria del hombre; ésta por encima de todo, a la gloria de Dios. Los ciudadanos de la ciudad terrena están dominados por una necia ambición de dominio que los induce a subyugar a los demás; los ciudadanos de la ciudad celestial se ofrecen uno a otro con espíritu de caridad y respetan dócilmente los deberes de la disciplina social. Ninguna contraseña exterior distingue las dos ciudades. Sólo preguntándose a sí mismo podrá cada uno averiguar a cuál de las ciudades pertenece”.

Andando el tiempo, Europa será a la postre el puntal del contrapunto en lo que a ética se refiere, entre Aristóteles y Kant. El filósofo argentino, Alberto Buela, en referencia a la crítica a Kant, no de forma autógrafa, sino en referencia de Franz Brentano, lleva a cabo el necesario rescate del filósofo prusiano determinado en recuperar el pensamiento aristotélico frente a los prejuicios de los a priori kantianos, cuya existencia supone un atentado de atribución de error del idealismo alemán, bajo la determinada iluminación debida a la consideración de la certeza como verdad interior y subjetiva, es decir, de la interioridad de la conciencia. Pero no sólo es atribuible el gran mérito a Buela de poner sobre la mesa a Brentano, sino de rescatar del olvido frente a la corrección política al autor del “El hombre y el Estado”, Jacques Maritain, filósofo francés de corte neotomista, cuyo pensamiento rechaza tanto el capitalismo liberal, como el comunismo, tratando de llegar a un Estado laico, pero de inspiración y raíz cristiana, en el que el individuo primado en su origen de un principio de libertad, debe ser partícipe de esa sociedad de inspiración y raíz cristiana, convirtiéndose así en el exponente precursor de la democracia cristiana.

 

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