jueves, 19 de diciembre de 2024

Desorden


   Para no pocos autores, la revolución es una. En la sucesión de acontecimientos históricos, no podría hablarse de un proceso revolucionario protestante, francés o soviético, como hechos casuales y aislados, sino como el compendio de la actuación de una única fuerza, cuyo propósito no es otro que el de descomponer la tradición, para sembrar a continuación el deliberado caos del que hacer surgir un nuevo orden de las cosas. En ese devenir de revolución constante, el progresismo, el nihilismo, el relativismo, la cultura woke, la nueva religión climática y ecologista, el feminismo o el reconocimiento del derecho de las minorías de todo corte, no constituye en sí mismo un proceso de cambio y transformación, sino dinamitador de las bases sobre las que se sustenta la sociedad tradicional, esto es, la familia, la patria o la religión.

   El ámbito financiero y multinacional ha alcanzado el poder global de la Economía, sembrando a su paso el dominio sobre la política y el proceso transformador de la sociedad. En su avance en la desmembración de las soberanías nacionales, ha creado zonas concentradas de riqueza y amplios sectores de pobreza e incluso bolsas de miseria extrema y, en la configuración del espectro social, ha dividido la realidad en clubes de winners y outsiders, ganadores y excluidos del sistema.

   El fin último de dicho proceso revolucionario, no es otro que la constitución de un gobierno mundial, su correspondiente administración de alcance global, y un sistema financiero y económico que constituye no el nacimiento de un nuevo paradigma, sino la transformación del ya existente, cuyo fin primordial no es el bienestar y desarrollo de la población, sino la perpetuación de una élite en el poder.

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