La nada casual desaparición de la
hucha de las pensiones, el cada vez mayor coste para los emprendedores que
quieran establecerse como autónomos, la asfixia de las pequeñas y medianas
empresas, la soga impositiva, las inspecciones, licencias y permisos que
ocasiona la traba excesiva de los trámites administrativos, la cambiante y
arbitraria legislación, el cajón de sastre legal europeo, estatal, autonómico y
local, y un largo etcétera, dibujan el tormentoso panorama que se cierne sobre
la economía productiva. El alto índice de paro, sumado a la incertidumbre de los
efectos de la pandemia, hacen que el Estado, ya de por sí debilitado, haya
perdido su impronta o carácter de bienestar, tras los recortes sufridos. Así las
cosas, la sociedad se ve sometida al cierre o traslado de empresas importantes,
la desaparición de puestos de trabajo y la aparición de nuevos modelos, como el
teletrabajo.
El
contexto internacional de cambio de paradigma económico, guerra comercial entre
las grandes potencias, sumado al nacional de transformación social y laboral,
está provocando el cataclismo propio de la extinción de las especies por una
grave alteración de la naturaleza, que trae consigo el aumento de la demanda de
empleo y la reducción de la oferta de trabajo. La nueva configuración del orbe
social, fruto de una sociedad que ha implosionado, está constituida por un
modelo definitivamente en quiebra, caracterizado por una economía improductiva,
generadora de gasto público, próxima a la deuda perpetua y sostenida
artificialmente, que conlleva la inevitable aparición de perdedores, ganadores
y excluidos absolutamente del sistema.