miércoles, 3 de junio de 2020

Tiempos del recuerdo

   La fundamentación de la pretensión de la obra gravita entre otros muchos filósofos, sobre Kierkegaard, el filósofo que dejó a un lado la no-objetividad neutral para seguir el empeño de la búsqueda de la dimensión total de la persona, con el fin de superar el sin sentido de la verdad colocada ante él, fría y desnuda, en su pura imparcialidad, para ahondar en la razón última y quien escribió -Lo que me hacía falta era llevar una vida perfectamente humana, no una vida de puro conocimiento, hasta llegar a cimentar mis reflexiones mentales sobre algo... tan hondo como las más profundas raíces de mi existencia, por las que estoy, por decirlo así, inserto en lo divino, y aferrarme a ello aunque se hunda el mundo-.
   Kierkegaard separó entre la fase estética, ética y teológica. Quien vive en la fase estética, decía, vive el momento y busca por todos los medios conseguir el placer. Es bueno lo que es hermoso, bello o grato. El estético vive sumergido en el mundo de los sentidos. Lo negativo es lo aburrido. Domina en esta fase la vanidad. El peligro que entraña esta fase es la posibilidad de sentir angustia y vacío. Sin embargo, la casi totalidad de la sociedad dominante naufraga en la fase estética, gobernada por una clase política que ha alcanzado sólo pequeños peldaños del siguiente estadio, el camino ético. De ahí surge la elección libre de sí mismo y las posibilidades del individuo. Lo importante, lo esencial es la elección de la actitud ante lo correcto o equivocado, de donde surge la corrección o incorrección política. De ahí nace la voluntad política de forjar conciencias y moldear ciudadanos por medio de la ingeniería social. La pretensión de lograr que esa sociedad estética, se conduzca por la ética, tiene como resultado la llamada Educación para la Ciudadanía. Esa casta apegada al poder con pretensiones éticas; en su voluntad de someter a la sociedad estética, encuentra frente a sí un peligro, el estadio más elevado pensado por el filósofo. De ahí converge una sociedad atizada por el poder que ataca de modo ordenado y sistemático todo lo que rezume a religioso. Porque el estadio más elevado, la conquista más radical del hombre se encuentra, según Kierkegaar, en la interioridad, en el camino religioso. La fe religiosa trata de alcanzar el absolutamente eterno en el devenir de la existencia. Estadio que se alcanza no por el concepto en sí mismo, sino por la fe, ya que, como Hegel, el Dios eterno, enfrentado con la temporalidad del mundo, es lo trascendente o totalmente otro. La fe de Kierkegaard se mueve en la vía de la teología dialéctica, según la cual, no se da mediación alguna entre Dios y el mundo. Dios es lo enteramente otro, lo paradójico. La actitud frente al mundo; sumido en el riesgo, angustia, desesperación, fracaso en el límite, libertad vacía de la filosofía existencial; encuentra su superación en la fe en Dios como acto de obediencia, superados nuestros conceptos y consideraciones humanas. Cuando a pesar de todo el hombre cree, la fe se convierte en su mayor seguridad. En el naufragio se encuentra a sí mismo el individuo, se libera del mundo y encuentra a Dios.
   El siglo XX sufrió una expansión económica y un decisivo progreso técnico y científico después de la Gran Guerra. La física echó por tierra la concepción newtoniana del universo, al albor de las teorías sobre la estructura atómica, la energía y la teoría de la relatividad de Einstein. La indeterminación de Heisenberg supuso la demolición de la seguridad positivista, expresada por el químico Poincaré cuando sentenció; una teoría ya no se puede afirmar que sea verdadera ni falsa, sólo se puede decir que es útil. La superación del positivismo y del racionalismo hizo entrar en crisis a la filosofía y a la propia ciencia. Nació entonces la fenomenología de Husserl o las corrientes irracionalistas y vitalistas, iniciadas con Kierkegaard o Nietzsche, Unamuno o el propio Ortega, para terminar finalmente en el existencialismo. Pero también es imprescindible destacar las doctrinas que propugnó Sigmund Freud sobre el psicoanálisis o el nacimiento de una nueva concepción de la personalidad.
   Con el telón de fondo descrito nació la literatura contemporánea; Proust, Kafka, Joyce, Huxley o Camus en Europa. Ben Jelloum, Mohamed Chukri o Naguib Mahfuz en el mundo árabe. Tagore en la India. Kenzaburo Oe, Mishima o Kawabata en Japón. Alexander Solzhenitsyn en la extinta Unión Soviética. La llamada generación perdida norteamericana, escritores desengañados, lúcidos ante la crisis y en franca ruptura con los valores de la sociedad, como Faulkner, John Dos Passos, Steinbeck, Hemingway o Scott Fitzgerald. Es el siglo de la gran literatura hispanoamericana de Cortázar, Carlos Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa o los ya veteranos Borges, Carpentier o Rulfo. Fernando Pessoa y José Saramago en la vecina Portugal, y ya en nuestro país Cela, Torrente Ballester, Delibes o Ana María Matute.
   Crisis, crisis y más crisis. Ernesto Sábato en su obra “El túnel” pone al descubierto el problema de la incomunicación y de la angustia vital, o su impresionante y apocalíptica visión de nuestro mundo en su obra “Sobre héroes y tumbas”.
   El escritor del Siglo XX naufraga en un desarraigo existencial, en la angustia. Concibe el anhelo del amor como el ansia de Absoluto. Trata de asir el amor como camino para salvarse del viento de la angustia o el naufragio vital. Dice Neruda -¡Mi sed, mi ansia sin límites! Era la sed y el hambre… Era el duelo y las ruinas…-.
   Así llegamos a los grandes de entre los grandes escritores a día de hoy vivos. Paul Auster, la pincelada existencial de la pérdida, la soledad o la desposesión. Sergio Pitol para quien la desgracia, la enfermedad y el aislamiento han forjado un estilo reflejado en sus obras “No hay tal lugar” o el “Infierno de todos”. O Michel Houellebecq autor de “Ampliación del campo de batalla” en el que escribe, -Desde hace unos años camino junto a un fantasma que se me parece y que vive en un paraíso teórico, en estrecha relación con el mundo. Durante mucho tiempo he creído que tenía que reunirme con él. Ya no-.
   Pero fue a finales del Siglo XIX, en 1854, cuando Thoreau publicó el ensayo “Walden”. En la obra, narra los dos años, dos meses y dos días que vivió en una cabaña construida por él mismo, cercana al lago Walden, llevando una vida solitaria, al aire libre, cultivando sus alimentos y escribiendo sus vivencias, Thoreau pretendía demostrar que la vida en la naturaleza es la verdadera vida del hombre libre que ansíe liberarse de las esclavitudes de la sociedad moderna, y que la comprensión de las leyes de la naturaleza, son un camino que el hombre no debe olvidar. Pero por encima de todo Thoreau ansiaba transcender su concepción del elogio de la pereza, alcanzando la elevación espiritual.
   El punto de partida del que arranca “Tiempos del recuerdo” se entrecruza con esa corriente de angustia descrita en el panorama literario que describe el Siglo XX, de la mano de sus grandes y más representativos autores; el exilio en la atracción por la búsqueda, para trascender finalmente, a la literatura entroncada con la obra de Thoreau.
   “Tiempos del recuerdo” es una obra que pretende ser reflejo de la búsqueda de la vida con principios, principios que serán el criterio de cómo debe ser vivida, como se define “Walden”. Si bien, la naturaleza también está presente en “Tiempos del recuerdo”, el paso por el mundo de la discapacidad psíquica y la cárcel centran el eslabón de arranque de un conocimiento profundo de la naturaleza humana desprendida de todo lo innecesario, para llegar a la experiencia innombrable. La obra en sí es la resultante de esa búsqueda, cuya causa primera es el desprendimiento de la angustia existencial, reflejo de la crisis absoluta y en todos los órdenes que impera en la desoladora sociedad que nos sumerge en el abismo, para enfrentar la vida como una respuesta frente a la muerte y la recuperación de la energía vital en el encuentro con la esencia de la experiencia con lo absoluto. Si la literatura es un fiel reflejo de la mirada del alma del escritor sobre el tiempo que le ha tocado vivir, como reflejó Tolstói en su obra, el Diccionario de la Real Academia Española aplica el término al arte que emplea como instrumento la palabra, y que comprende las obras con una intención estética. Sea espejo o estética, la angustia, la soledad, el desarraigo y la desolación componen la vasta obra escrita que abarca la literatura contemporánea, barnizada sobre tintes de la reducción de la experiencia religiosa; despojada de su verdadera dimensión en no pocas ocasiones; al mero ámbito de una minoritaria y extraña rama de la psicología que busca la sanación de la mente a través del espíritu. Sea lo que sea, el abismo que se cierne sobre el horizonte de negras nubes, es de mal agüero. También es, no sólo intención esquiva sino intencional, el compromiso de la literatura sobre su tiempo como reposo de la esperanza en el cambio necesario que brinda abrir la mirada del lector sobre un mundo imaginario para regalarle una perspectiva distante y certera, en la que pueda encontrar el contrapunto necesario para cambiar el rumbo y girar el timón de su nave individual y, porque no, colectiva. Esa es la intención de “Tiempos del recuerdo”. Abrir en la roca viva de los tiempos modernos, la brecha suficiente para que entre la necesaria Luz o la alerta sobre su existencia y necesidad de búsqueda de la dimensión última de la experiencia religiosa como único camino de liberación posible.
   La obra comienza con la noción de la doble dimensión, descrita ya en la obra Agustiniana, y la revelación de la necesidad de elección individual del camino a seguir desde el más agrio de los vacíos sin fondo cuando dice: -La vida rompe los vínculos que unen los lazos, que atan el alma a su propia esencia para liberarla de toda atadura, a fin de darle la posibilidad de buscar su propia esencia-.
   Planteada la visión del abismo a los ojos del lector con el destino que tarde o temprano la vida le aguarda, el libro lleva a la segunda clave, la soledad dentro de la oscuridad. Dice una cita del libro: -Aquel hombre comprendió que estaba solo, que había nacido solo y que iba a morir solo. Ante tal pensamiento, había sentido durante toda su vida miedo. Miedo a estar sólo consigo mismo ante el mundo-.
   A partir de ahí, se torna la dimensión sacramental, como la vía de alcance y búsqueda de un encuentro con lo absoluto que principie el orden rector de la vida del personaje absorto en la cotidianeidad de un mundo inestable, y sin suelo firme sobre el que apoyarse. En ese devenir del trascurso de la obra, la sucesión de sueños oníricos despierta la imaginación del lector transportado a otra realidad, para hacerlo ahondar en el concepto de angustia y visión de la incógnita que plantea un por qué al abismo del amor sin la conciencia perdida en el abismo del recuerdo.
   La necesidad de elección en la dualidad eterna entre el Bien y el Mal, existe desde el comienzo de los tiempos, -Tú que eres joven y te crees olvidado de los dioses, sabe que si te vuelves peor te reunirás con las almas inferiores, y que si te haces mejor te reunirás con las superiores, y que en la sucesión de vidas y muertes te tocará padecer lo que te corresponda a manos de tus iguales. Ésta es la justicia del cielo-, decía Platón.
   Desde entonces, la literatura; al margen de abordar las grandes cuestiones filosóficas como la libertad, el amor, la justicia, la vida o la muerte; ha sido y es reflejo de la contraposición constante del enfrentamiento de dos mundos antagónicos entre los que se debatirán las vidas de los personajes, y entre los que deberán decidir su futuro bajo la eterna libertad de acción y elección. Prologa Charles Dickens, Oliver Twist: -Con este ánimo se me ocurrió mostrar en el pequeño Oliver el principio del Bien que prevalece sobre toda circunstancia adversa y al final triunfa-.
   Pero ha sido la filosofía cristiana, ejemplarizada en la obra de Tolkien, “El Señor de los Anillos”, la que ha inspirado y enriquecido en último término la literatura en esa confrontación aparente, al enseñar que el Mal no siempre lo fue, que es fruto de la transformación del Bien, y que al ser ejercido provoca daño, y lo que es peor, provoca el dolor en los justos. ¿Por qué Dios permite entonces el Mal? Frente a este interrogante nace en la actualidad una dualidad que concibe el Mal y el Bien como realidades independientes, que delimitan la simetría del universo, en una coexistencia sin fin. Es aquí donde tiene lugar la auténtica revolución y superación cristiana al afirmar que Dios permite el Mal, porque del Mal obtiene Bienes. De ahí que Juan Pablo II refiriese a Goethe, cuando calificaba al diablo como una parte de esa fuerza que desea siempre el mal y que termina siempre haciendo el bien.
   La estructura narrativa abarca el experimento de introducir la cuarta dimensión en el libro. De ahí que los recuerdos del protagonista en relación con el tiempo perdido de la infancia, o tiempos pretéritos en la composición de los personajes, eliminen el nombre completo para reducido a una simple inicial. El propósito es dar profundidad narrativa al espacio del tiempo y distorsionar la mente del lector en la confusión.
   Reflexiones sobre el encuentro con la naturaleza, punto donde recobrar el verdadero espíritu, culminan el libro para terminar con el referido, al inicio, recurso presente en la literatura contemporánea de acudir al amor como camino para salvarse del viento de la agonía existencial y despertar la conciencia, recordando las palabras de Thoureu: -El curioso mundo en el que vivimos es más maravilloso que conveniente, más hermoso que útil, más digno de ser admirado que disfrutado y usado-.

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