“Compatriotas:
Celebramos
hoy, no la victoria de un partido, sino un acto de libertad simbólico de un fin
tanto como de un comienzo- que significa una renovación a la par que un cambio,
pues ante vosotros y ante Dios Todopoderoso he prestado el solemne juramento
concebido por nuestros antepasados hace casi 165 años. El mundo es muy distinto
ahora. Porque el hombre tiene en sus manos poder para abolir toda forma de
pobreza y para suprimir toda forma de vida humana. Y, sin embargo, las
convicciones revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados siguen
debatiéndose en toda la tierra; entre ellas, la convicción de que los derechos
del hombre provienen no de la generosidad del Estado, sino de la mano de Dios.
No
olvidemos hoy día que somos los herederos de esa primera revolución. Que sepan
desde aquí y ahora amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a
manos de una nueva generación de estadounidenses, nacidos en este siglo,
templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de
nuestro antiguo patrimonio, y no dispuestos a presenciar o permitir la lenta
desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado
siempre, y a los que estamos consagrados hoy, aquí y en todo el mundo.
Que
sepa toda nación, lo queramos o no, que por la supervivencia y el triunfo de la
libertad hemos de pagar cualquier precio, sobrellevar cualquier carga, sufrir
cualquier penalidad, acudir en apoyo de cualquier amigo y oponernos a cualquier
enemigo. Todo esto prometemos, y mucho más.
A
los viejos aliados, cuyo origen cultural y espiritual compartimos, les
brindamos la lealtad de los amigos fieles. Unidos, es poco lo que no nos es
dado hacer en un cúmulo de empresas cooperativas; divididos, es poco lo que nos
es dado hacer, pues reñidos y distanciados no osaríamos hacer frente a un reto
poderoso.
A
aquellos nuevos estados que ahora acogemos con beneplácito en las filas de los
libres, prometemos nuestra determinación de no permitir que una forma de
dominación colonial desaparezca para ser reemplazada por una tiranía mucho más
férrea. No esperaremos que secunden siempre todos nuestros puntos de vista,
pero abrigaremos siempre la esperanza de verlos defendiendo vigorosamente su
propia libertad, y recordando que, en el pasado, los que insensatamente se
entregaron a buscar el poder cabalgando a lomo de tigre, acabaron
invariablemente por ser devorados por su cabalgadura.
A
los pueblos de las chozas y aldeas de la mitad del globo que luchan por romper
las cadenas de la miseria de sus masas, les prometemos nuestros mejores
esfuerzos para ayudarlos a ayudarse a sí mismos, por el período que sea
preciso, no porque quizá lo hagan los comunistas, no porque busquemos sus
votos, sino porque es justo. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos
que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos.
A
nuestras hermanas repúblicas allende nuestra frontera meridional les ofrecemos
una promesa especial: convertir nuestras buenas palabras en buenos hechos
mediante una nueva Alianza para el Progreso; ayudar a los hombres libres y a
los gobiernos libres a despojarse de las cadenas de la pobreza. Pero esta
pacífica revolución de esperanza no puede convertirse en la presa de las
potencias hostiles. Sepan todos nuestros vecinos que nos sumaremos a ellos para
oponernos a la agresión y a la subversión en cualquier parte de las Américas. Y
sepa cualquier otra potencia que este hemisferio se propone seguir siendo el
amo de su propia casa.
A
esa asamblea mundial de estados soberanos, las Naciones Unidas, que es nuestra
última y mejor esperanza de una era en que los instrumentos de la guerra han
sobrepasado, con mucho, a los instrumentos de paz, renovamos nuestra promesa de
apoyo: para evitar que se convierta en un simple foro de injuria, para
fortalecer la protección que presta a los nuevos y a los débiles, y para
ampliar la extensión a la que pueda llegar su mandato.
Por
último, a las naciones que se conviertan en nuestros adversarios, les hacemos
no una promesa sino un requerimiento: que ambas partes empecemos de nuevo la
búsqueda de la paz, antes de que las negras fuerzas de la destrucción
desencadenadas por la ciencia suman a la humanidad entera en su propia
destrucción, deliberada o accidental.
No
les tentemos con la debilidad, porque solo cuando nuestras armas sean
suficientes, podremos estar seguros, sin lugar a dudas, de que no se utilizarán
jamás. Pero tampoco es posible que dos grandes y poderosos grupos de naciones
se sientan tranquilos en una situación presente que nos afecta a ambos,
agobiadas ambas partes por el costo de las armas modernas, justamente alarmadas
ambas por la constante difusión del mortífero átomo, y compitiendo, no
obstante, ambas, por alterar el precario equilibrio de terror que contiene la
mano de la postrera guerra de la humanidad.
Empecemos,
pues, de nuevo, recordando ambas partes que la civilidad no es indicio de
debilidad, y que la sinceridad puede siempre ponerse a prueba. No negociemos
nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar.
Exploremos
ambas partes qué problemas nos unen, en vez de insistir en los problemas que
nos dividen.
Formulemos
ambas partes, por primera vez, proposiciones serias y precisas para la
inspección y el control de las armas, y para colocar bajo el dominio absoluto
de todas las naciones el poder absoluto para destruir a otras naciones.
Tratemos
ambas partes de invocar las maravillas de la ciencia, en lugar de sus terrores.
Exploremos juntas las estrellas, conquistemos los desiertos, extirpemos las
enfermedades, aprovechemos las profundidades del mar y estimulemos las artes y
el comercio.
Unámonos
ambas partes para acatar en todos los ámbitos de la tierra el mandamiento de
Isaías llamado a «soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los
quebrantados».
Y
si con la cabeza de puente de la cooperación es posible despejar las selvas de
la suspicacia, unámonos ambas partes para crear un nuevo empeño, no un nuevo
equilibrio de poder, sino un nuevo mundo bajo el imperio de la ley, en el que
los fuertes sean justos, los débiles se sientan seguros y se preserve la paz.
No
se llevará a cabo todo esto en los primeros cien días. Tampoco se llevará a
cabo en los primeros mil días, ni en la vida de este gobierno, ni quizá
siquiera en el curso de nuestra vida en este planeta. Pero empecemos.
En
vuestras manos, compatriotas, más que en las mías, está el éxito o el fracaso
definitivo de nuestro empeño. Desde que se fundó este país, cada generación de
estadounidenses ha debido dar fe de su lealtad nacional. Las tumbas de los
jóvenes estadounidenses que respondieron al llamamiento de la patria circundan
el globo terráqueo.
Los
clarines vuelven a llamarnos. No es una llamada a empuñar las armas, aunque
armas necesitamos; no es una llamada al combate, aunque entablemos combate,
sino una llamada a sobrellevar la carga de una larga lucha año tras año,
«gozosos en la esperanza, pacientes en la tribulación», una lucha contra los
enemigos comunes del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra
misma.
¿Podremos
forjar contra estos enemigos una alianza grande y global tanto al norte y como
al sur, al este y al oeste, que pueda garantizarle una vida fructífera a toda
la humanidad? ¿Queréis participar en esta histórica empresa?
Solo
a unas cuantas generaciones, en la larga historia del mundo, les ha sido
otorgado defender la libertad en su hora de máximo peligro. No rehúyo esta
responsabilidad. La acepto con beneplácito. No creo que ninguno de nosotros se
cambiaría por ningún otro pueblo ni por ninguna otra generación. La energía, la
fe, la devoción que pongamos en esta empresa iluminará a nuestra patria y a
todos los que la sirven, y el resplandor de esa llama podrá, en verdad,
iluminar al mundo.
Así
pues, compatriotas: preguntad, no qué puede hacer vuestro país por vosotros;
preguntad, qué podéis hacer vosotros por vuestro país.
Conciudadanos
del mundo: preguntad, no qué pueden hacer por vosotros los Estados Unidos de
América, sino qué podremos hacer juntos por la libertad del hombre.
Finalmente,
ya seáis ciudadanos estadounidenses o ciudadanos del mundo, exigid de nosotros
la misma medida de fuerza y sacrificio que hemos de solicitar de vosotros. Con
una conciencia tranquila como nuestra única recompensa segura, con la historia
como juez supremo de nuestros actos, marchemos al frente de la patria que tanto
amamos, invocando su bendición y su ayuda, pero conscientes de que aquí, en la
tierra, la obra de Dios es realmente la que nosotros mismos realicemos”. John Fitzgerald Kennedy. Toma
de posesión como presidente de los EE UU, el 20 de enero de 1961.