La antropología nos enseña como los
pueblos ancestrales, que todavía conviven entre nosotros como testigos de otra
época más antigua, eran dueños de una sociedad en muchos casos sin jerarquía,
horizontal, en la que todo se compartía, incluida la educación o el cuidado
de los más pequeños. Eran pueblos que vivían en completa armonía con la
naturaleza, y se erigían en depositarios de una auténtica teogonía, que
transmitían a las sucesivas generaciones. Respetaban la ancianidad. Admiraban el
cielo nocturno, conocían los secretos de las plantas, que empleaban para curar,
y carecían en muchos casos de términos en su vocabulario como el estrés o la
guerra. Los pueblos antiguos, cultivaban el arte y los sanos ritos que los
conectaban con lo trascendente. El arte, era testigo de la admiración por lo biofílico y natural.
Por el contrario, y como evidente síntoma de decadencia y
enfermedad, la sociedad humana actual vive pendiente de lo oculto, de lo
secreto. Se reúne en clubs excluyentes del resto del grupo social,
estratificado en lo material. Desprecia el conocimiento, que no reside ya en la
ancianidad, sino que se encripta en un reducido número de personas. En
ocasiones, lo secreto se alinea con lo gratuito, no para darse a conocer, sino
como instrumento de persuasión. Los periódicos se regalan en las bocas de metro con algún oculto propósito. En la actualidad, la contaminación lumínica
impide observar el firmamento, se censuran los actos sagrados y se destruyen
las estatuas que guardan la memoria del pasado. El arte contemporáneo refleja
el mal gusto, y llega a ser incluso desagradable, dando testimonio del actual culto
por lo necrófilo y material.
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